Caos, desorden, movimiento, alboroto, vorágine, inestablidad. Es la jungla de la gran ciudad.
Alguna vez escuché por ahí que, a una ciudad se le puede llamar tal, cuando se escuchan sirenas. En esta canción, Fripp lo logra con la guitarra. No sé por qué, pero Neurotica me traslada a Nueva York, donde la gente te traga, te empuja, te lleva, te mueve. Donde uno deja de ser uno, para volverse multitud, para volverse una masa de pies que andan sin parar, no sé si para llegar a algún lado, pero es un movimiento constante. Es una jungla. Y Belew nos habla de la fauna que habita en estas calles con su flora de neón, tratando de defenderse con sus garras. Porque es más que evidente, como en toda selva, que predomina la ley del más fuerte. Bruford marca el compás de nuestros pasos, a veces rápido, otras (aparentemente) desacompasado, pero siempre apurado, presuroso, estresado, como queriendo llegar ya a ninguna parte, los platillos son la multitud en la que nos perdemos, los motores que vuelan a través nuestro.
Es complicado seguirle el hilo coherente a Belew, un trabalenguas aparentemente sin sentido que corre, cual guepardo, y nos traslada a la realidad de las calles en ebullición. Tiene que ser Nueva York. Donde el mundo se concentra como en un puño. Todos los colores en una esquina, todas las sangres en un minuto.
Y se detiene, por fin, un respiro. Un suspiro, es la lluvia, el calor, no dura mucho, vuelve a salir. Quizá fuimos a por un café, descafeinado, con leche de soya y caramelo. El movimiento es parte esencial en esta crítica inestabilidad de las noches de luz y sonido.
Si esta canción fuera una pieza de jazz, Belew sería el perfecto saxofón neurótico.
Alguna vez escuché por ahí que, a una ciudad se le puede llamar tal, cuando se escuchan sirenas. En esta canción, Fripp lo logra con la guitarra. No sé por qué, pero Neurotica me traslada a Nueva York, donde la gente te traga, te empuja, te lleva, te mueve. Donde uno deja de ser uno, para volverse multitud, para volverse una masa de pies que andan sin parar, no sé si para llegar a algún lado, pero es un movimiento constante. Es una jungla. Y Belew nos habla de la fauna que habita en estas calles con su flora de neón, tratando de defenderse con sus garras. Porque es más que evidente, como en toda selva, que predomina la ley del más fuerte. Bruford marca el compás de nuestros pasos, a veces rápido, otras (aparentemente) desacompasado, pero siempre apurado, presuroso, estresado, como queriendo llegar ya a ninguna parte, los platillos son la multitud en la que nos perdemos, los motores que vuelan a través nuestro.
Es complicado seguirle el hilo coherente a Belew, un trabalenguas aparentemente sin sentido que corre, cual guepardo, y nos traslada a la realidad de las calles en ebullición. Tiene que ser Nueva York. Donde el mundo se concentra como en un puño. Todos los colores en una esquina, todas las sangres en un minuto.
Y se detiene, por fin, un respiro. Un suspiro, es la lluvia, el calor, no dura mucho, vuelve a salir. Quizá fuimos a por un café, descafeinado, con leche de soya y caramelo. El movimiento es parte esencial en esta crítica inestabilidad de las noches de luz y sonido.
Si esta canción fuera una pieza de jazz, Belew sería el perfecto saxofón neurótico.